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El amante y el marido se hacen a la mar. Nadie, ninguno sabe
cuál es quién. Van muy ebrios. Es muy de noche. Apenas
pueden remar. ¿Quién es cuál? ¿A dónde irán a dar? ¿Pretenden... hacerse amigos por compartir mujer? En la isla lo que sobra es
eso. Sólo hay cinco hombres. Tres son homosexuales y copulan
conjuntamente, no entre sí. De las mil mujeres que hay ninguna se
ha dignado a hacer un censo. Y ellos, ambos, se disputan el amor
de una. Pero ya no riñen. Y ella es fea. Desde hace días, beben
juntos. Y es gorda y mentirosa. Los dos se hacen a la mar: el marido
y el amante. Y van ebrios y cantando al honor de su mujer.
Se han olvidado la red. Querían atrapar miles de peces. A falta
de una –buena– mujer, toneladas de sardinas o atunes bagres. Más
ligero cargamento que aquella esposa infiel. El motor no ronronea
porque no existe. Los remos, primero uno y luego el otro, se
alejan flotando mar adentro. Como zapatos yéndose noche arriba.
El botecillo queda varado a la deriva. Hiede a alcohol, a hombre
que no está solo, a algo que es todo menos único.
Quedan las cañas. Sí, pero no hay señuelo. Los tiburones son
buena carnada. Para el ron, para la amistad fundamentada en
razones de odio. Los dos piensan lo mismo. Ambos son el mismo.
Se abrazan. El hombre engañado. Lloran.
Des- pechados,
corazonados,
coyuntados.
Y no hay más que hacer. La última gota
de licor. La primera de sangre. En la marea, una lágrima – ¿de
quién? – se hace una ola. Embiste la embarcación – ¿y cuál? –. Un
bramido bajo el agua. Y a flotar. Contra los leviatanes. La noche se
abre. No de piernas. Ni de brazos. Se cierra de frente y de boca.
Sube. Con la marea, los dos. Abrazados. Como un matrimonio de
tres. Cantando a las cañas que… no; sin carnada picarán. Y que se
hunden lejos, bien bien lejos, de la mar.
Pablo Aftab Gálvez
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