Páginas

30 sept 2012

Quédate un rato más - Omar Livano (Perú, 1987)

 ¿Sabes qué es lo que te falta? Te falta lo que hace 
hombre a un hombre: saber resignarse. 
Heinrich Boll – Opiniones de un Payaso. 

Para ser sincero, es el único libro que conservo. Todavía tiene su aroma. Han pasado 2 años, y el olor sigue latente. Arde, pica y regresa. Persiste, se detiene en la portada. El interior lo tuve que rociar con naftalina, para que la polilla no se adelante. Para que no lo devoren. Pero su aroma es más fuerte, más duradero. Se impone. 

Por si acaso, sólo lo abro de vez en cuando. Es más, no le he dado una hojeada desde hace dos meses. Y cuando lo hice —hace unos días— el olorcito todavía estaba ahí. No lo tengo muy claro pero me parece que todavía huele a ella. Sí, estoy casi seguro. Es su perfume, el de los viernes. El de los sábados es otro, es más sexy, más provocador. Nada que ver con el de los martes, ese era de otros aires. Demasiado lujo para está Lima apestosa. Éste es el de lo viernes. El más discreto, el más instintivo, el que —en aquel tiempo— se trenzaba con nuestros cuerpos. 

Era viernes y caía el sol desde la campana de la catedral. Yo esperaba a que saliese de estudiar, lo recuerdo bien y por si fuera poco, debía esperar parado. Alguien debe darse cuenta de que todavía queda gente enamorada que espera. Los enamorados siempre esperamos. Esperamos respuestas todos los días. Esperamos que nos quieran más. Esperamos a que nos terminen para tener una excusa y luego sentirnos mal. En fin, esperamos y nadie se da cuenta de eso. A nadie se le ocurrió que podía hacer falta una banca, un murito o una piedra. No. No hay espacios para los enamorados en Lima, ni en ninguna otra parte del mundo. 

No le podía reclamar nada, porque hacerlo significaba perder todavía más tiempo; además no demoraba demasiado, sólo lo necesario para llenarme de angustia. Se tomaba sus buenos minutos para retocarse —supongo— y aparecía radiante, tranquila. “Tac, tac” sonaban sus botas contra la acera. Me apachurraba con un abrazo y luego a caminar. “Acompáñame, tengo a comprar un libro. Es para una tarea”. Caminamos hasta Jirón Quilca y en el trayecto una mujer vendía frunas, arrastrando a su hijo, igualito a ella. Innegable. Como si nunca hubiera tenido padre, como si el único rostro que pudiera heredar fuera el de ella. Una de las frunas terminó en mis bolsillos y luego la mirada de la mujer acercándose, su ojos legañosos y sus manos cochinas deteniéndome, pidiéndome un sol. Pagué. Ella me calmaba porque sabía que esas cosas me aturdían, me volvían loco. “No hay derecho, todo el mundo cree que uno es su padrino”, le decía fastidiado. 

Esto era Quilca. Jirón de la cultura. Mercado negro de libros. Y nosotros caminando en el asfalto cuarteado, mientras el sol se esconde en las playas de Miraflores. Se esconde lejos de nosotros y nosotros caminando con recelo como si también nos escondiéramos de algo, o de alguien. “Heeeeeyyyy yuuuuu don maiki pan” Suena su celular. Rington de los Beatles, no esperaba menos de ella. “!Alo!, sí mamá. Sí, estoy en la universidad. Sí. Sólo una clase más y regresó. ¿Salir?, ¿a dónde?. No, mamá, por favor. Sólo espérame una hora más y estoy de vuelta. ¿Sí? ¿Por favor? Listo, gracias. Sí, sólo una hora y terminan mis clases. Ok, bye.” 

Sabía que la pregunta estaba de más así que decidí mirar a otra parte para no incomodar. Las pintas malosas de los anarcos, la gente caminando, preguntando por los mismos autores de siempre: Bukowski, Kerouac, Baudalaire. Trato de mirarlos, de estudiarlos, pero la misma actitud me agobia, me cansa. Sus gustos se atoran en lo de siempre, en la limitación, en la desesperación por sentirse distintos. Mis ojos se mantienen a flote, pero lejos de ella. Sin embargo, nuestros dedos se mezclan y parece que no nos hemos dado cuenta. La he tomado de la mano desde hace cinco cuadras y no me ha dicho nada. No se ha quejado, ni se ha soltado. Es un buen síntoma. Avanzamos. De repente siento que puede ser el momento de jugar. “¿A ver si me lo permites y no retiras la mano?”, pienso. La yema de mi pulgar dibuja circunferencias en su palma. Níveas, tembleques, suaves, chiquitas. No quiero voltear, porque a lo mejor ni cuenta se ha dado, y es mejor aprovechar. Esto no sucede todos los días. No en público. 

Ya, ahora sí, la tengo bien agarrada y no se me escapa. Regreso la mirada y me encuentro con sus ojos. ¡Hazlo, no lo pienses! ¡Que todo el mundo lo sepa! Voy, pero Plofffff, se acabó. Desata sus dedos de los míos y se mete rauda a una de las librerías. “Lo vi desde lejos, disculpa”. En ese momento, lo más honroso que pude hacer fue seguirla, entrar a la librería con la resignación detrás de mí. 

 “Opiniones de un payaso, Heinrich Boll, no te voy a comentar más del libro, será mejor que lo leas.” Pedirle a alguien leer, cuando desfallece por un beso, debería ser un delito. Te baja las revoluciones. Te hace odiar la literatura más que nunca. Costaba diez soles, y sólo tenía cinco, como me miró de una manera tan inofensiva creí que me los pediría prestado. “Lo compramos a medias y lo compartimos”. “Yo, para qué quiero un libro”, pensé. Pero ya estaba decidido. Ella sabía que era la que decidía todo sobre los dos así que Pagamos, lo metió en su bolso y salimos callados de la librería. Tampoco comenté nada después. Caminamos. Estaba resignado y metí mis manos en los bolsillos para esconder la tristeza. Salimos de Quilca. Me miró recogiendo su cabello en un moño y con el hablar pausado me dijo que era mejor apurarnos. 

*** 

Nuestros cuerpos se electrizaron, sudamos y me vine dentro de ella. Los hicimos dos veces, con un intervalo de 10 minutos. En la primera empezamos bien, y de un momento a otro, los alaridos de la mujer del cuarto continuo nos desconcentraron. “Grita como loca, como si la estuvieran matando. Qué miedo”. Al final terminamos sin gracia. La segunda, fue más una revancha. Pero hubo algo especial. Algo no habitual: Me tomaba las manos, me las escurría. Apretaba mis dedos contra los suyos y sentía clarísimo como temblaba. Como si estuviera atada y quisiera desatarse como sea. “Nunca lo habíamos hecho así, estuvo muy bueno”. 

 Tendidos y mirando hacia arriba, el espejo. Nuestros cuerpos pegados en el techo. El penoso reflejo de nuestra complicidad. “Cuando termine de leerlo te lo doy”. “Qué cosa”. Juro que pensaba en todo, menos en eso. “El libro, pues. El de Boll”. “Ah bueno, gracias”. Por un momento busqué su mano, pero desistí. Supuse que era un error. Estaba acostumbrado a sus desplantes, y sin embargo seguía jodido. Perturbado. Una araña caminaba por el vértice de la habitación. Llegaba sigilosa hasta un rincón y comenzaba a descender, sin duda estaba decidida a llegar a alguna parte. Lo más seguro es que desconociese su paradero final, pero nada la detendría. Desgraciadamente antes de llegar, el hilo de donde pendía se quebró. Cayó y se ocultó despavorida. “¿Y no has pensado en lo que te dije la vez pasada?”. Me mira de soslayo y se ríe, pero su risa no esconde cinismo. Son nervios, se nota. “¿Estás seguro de que pueda funcionar?”. “¿Si funciona aquí dentro, por qué no puede funcionar afuera?”. 

Afuera las cosas cambian. No se solucionan con besos y fluidos. Ahí, hace falta más que huevos. No sé qué será, pero hace falta eso que, evidentemente, no tengo: ¿valor, madurez, dinero…? Como siempre —aunque su respuesta terminó siendo el silencio— asentí. No la pasábamos tan mal, después de todo. Pero claro, quería algo mejor. Algo más próximo y certero para los dos. Algo más estable y serio. “Qué más da, inténtalo de nuevo”, me dije, “qué pierdes”. Si hace rato me tomaba las manos de esa manera será por algo, supongo.

“Con un beso, eso es”, pienso. Un beso de los buenos, con amor. Con eso se dará cuenta inmediatamente. Verá que la amo, y que no es tan imposible después de todo. Estoy mentalizado (serio), y aunque me acobardo al principio, por fin decido que es el momento cuando siento su mirada intangible cerciorándose de que aún permanezco a su lado. “Heeeeeyyyy yuuuuuu don maiki pan”. “!Alo, mami¡ Sí, ya estoy saliendo”. Se pone de pie, se acomoda el brasier, busca su ropa interior debajo de la cama. “Sí, mami, ya terminaron mis clases, espérame un ratito.” No voltea siquiera a mirarme. Pienso en tomarla por los brazos, hundirme en la cama con ella, por qué no hacerlo, ¿por qué no? “Dale su biberón, nada más. Cuando llegue lactará”. Sostiene el celular ayudada por su hombro derecho, lozano, blanco. Se acomoda las botas. “A ver pásame con él. Hola Sebas, hijito. Ya voy para la casa, espérame ¿sí?”. Me vi a través del espejo tendido, frágil y más tonto que antes, mientras ella estaba lista para salir del hostal. “Me tengo que adelantar”. “¿Estás segura?”, le dije “quédate un rato más”. Me miró de reojo. “Luego te llamo para lo del libro, no te preocupes. Bye”.

Omar Livano