(Homenaje
a Jorge Luis Borges)
En su
tratado La soledad del minotauro, Góngora escribe: “La incomparable piedra
preciosa que yace en un desierto nunca pisado por pie humano y que por designio
divino nunca ser pisada por humano alguno, no es real. Pues la realidad sólo
existe donde la conciencia de un ser humano ha creado ese concepto. Los
animales y los ángeles no conocen ni la realidad ni la irrealidad porque no
tienen conceptos, y tanto la realidad como la irrealidad son, por su esencia
espiritual pura, uno con los conceptos absolutos”
Si
entiendo bien esta idea de Góngora, según la cual para la comprensión de la
realidad se necesita además de los datos mismos, también la conciencia
cognoscitiva que los capte, no ser muy arriesgado concluir que la consistencia
de una realidad dada está en función de la consistencia de una conciencia dada.
Es cosa sabida que esta última no es igual en todos los seres humanos ni en
todos los pueblos, por lo tanto podrá suponerse que en diferentes lugares del
mundo existen realidades diferentes, incluso que en un mismo lugar puede haber
varias realidades.
Sería sin
duda muy meritorio si un espíritu preclaro se propusiera una geografía de las realidades.
¡Cuántos malentendidos se eliminarían con una obra tal! Quizá la historia que
voy a narrar a continuación pueda serle útil a ese futuro topógrafo de la
realidad. Esa esperanza me da ánimo para escribirla.
Si, por
lo tanto, dejando a un lado mis escrúpulos, me lanzo a la empresa de describir
una de las realidades de Roma -sólo una, la del pasillo de Borromeo Colmi- debo
advertir que esta ciudad se halla conformada por numerosas realidades
autónomas. Nadie hasta ahora ha sido capaz de numerarlas todas y menos de
ordenarlas. Como en un gigantesco vertedero se superponen unas sobre otras, se
penetran mutuamente sin perder su propia idiosincrasia, se acosan y combaten y,
aunque pertenecen a diferentes tiempos, están sumamente vivas. En cierto
sentido puede decirse incluso que el tiempo y el espacio tienen una función
diferente en cada una de ellas. A veces intercambian pura y simplemente sus
papeles.
Reconozco
que al principio me resultaba muy difícil moverme en este laberinto de
realidades con un mínimo de seguridad, sin caer constantemente en una especie
de atontamiento existencial. Mi mujer tenía menos dificultades en este sentido,
quizá porque las mujeres descansan con mayor firmeza en su propia realidad,
quizá también porque como actriz está acostumbrada por su profesión a cambiar
de plano de realidad.
En
nuestro primer año, cuando acabábamos de instalarnos en las cercanías de la
ciudad, nos dedicamos, como es lógico, a visitar todos los monumentos famosos
de Roma: museos, catacumbas, edificios, excavaciones, ruinas e iglesias. En el
fondo nos animaba a ello lo que anima a todo viajero a este comportamiento: la
esperanza de reconocer lo que se conoce ya sobradamente a través de libros y
reproducciones y así evitar la verdadera confrontación con el objeto o el tema.
Admito que no conseguimos nuestro objetivo. Cuanto más tiempo llevábamos en la
ciudad y cuanto mejor la conocíamos, tanto más modestos nos
volvíamos en nuestro empeño de comprender la multitud de universos autónomos
que la constituían. Empezamos a concentrarnos menos en cada una de estas
realidades y por fin nos redujimos a una sola, esperando así captar esa única
realidad con nuestra mente. Desde entonces no pasa un solo mes sin que emprendamos
con trepidación nuestra expedición a ese milagro arquitectónico que es el pasillo
de Borromeo Colmi.
De
Borromeo Colmi no se sabe más que vivió entre 1573 y 1663, es decir que cumplió
noventa años, que procedía de una familia acomodada y era médico, arquitecto y
mago. Su lugar de nacimiento es Palermo, pero parece que se instaló en 1597 en
Roma y llevó allí una vida bastante retirada. Raras veces su nombre aparece en
documentos o cartas de la época. La única descripción de su aspecto físico se
halla en una nota del diario del médico papal Giacobbe de Corleone. Éste le
describe como “un hombre pequeño, delgado, de aspecto saturnino y mirada intensa,
que parece querer agarrarle a uno”. Lacónicamente añade: “Pronto nos enzarzamos
en una discusión sobre cuestiones de medicina”.
Se
conocen dos escritos de la propia mano de Borromeo Colmi. El primero se titula
Le tenebre divine (Las tinieblas divinas) (Roma, 1601). El único ejemplar
existente se conserva en la Biblioteca Vaticana. Se trata de un argumento
teológico-filosófico en el que el autor intenta demostrar que Dios, al ser omnipotente
y omnisciente, también es omnirresponsable. Parece que esta obra fue retirada
rápidamente por los protectores de Colmi para evitarle problemas con la
Iglesia. Su otro libro se titula Architettura infernale e celeste (Arquitectura
infernal y celeste) (Mantua, 1616) y el manuscrito original se encuentra en la
Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Se trata de un manual de arquitectura con
numerosas ilustraciones del mismo autor, basado en la idea de que las
proporciones pueden influir en la salud del ser humano. Otra obra titulada La
torre di Bahele (La torre de Babel), sin fecha, es citada elogiosamente sin más
datos por Benvenuto Levi, pero parece que se ha perdido.
No
existen otros documentos escritos, si se exceptúan el lema grabado sobre la
entrada del pasillo Totus aut nihil, del que no se sabe con seguridad si es la
divisa de Colmi o del que mandó construir el pasillo, varias facturas de ropa y
dos cartas de contenido indiferente a su sobrino Marco.
La única
persona con la que Colmi mantuvo una relación de amistad fue el Gran Canciller
papal conde Fulvio di Baranova. Algunos historiadores, como por ejemplo Christian
Sundquist, ven en esta amistad la razón para la posterior locura de Baranova, en
la que mató a su esposa y a sus dos hijos antes de suicidarse. Es una hipótesis
sin demostrar y, probablemente, indemostrable.
Curiosamente
todas las obras arquitectónicas de Colmi, como el órgano de agua en el Giardino
del Licorno en Cefalú, el “tempietto” flotante en Villa Campoli en las proximidades
de Monte Fiascone o “Il trono del gigante”, un palacete en forma de gigantesca
silla, en los jardines del cardenal Alessandro Spada, cerca de Ravena, fueron destruidas
de una manera u otra. Hoy existe tan sólo el citado pasillo en el palacio Baranova.
Pero se buscará en vano cualquier alusión a él en las guías o los catálogos de monumentos
romanos asequibles al público.
Tampoco yo me hubiera enterado de la existencia de
dicho pasillo si una tarde no hubiera iniciado en la escalinata de la plaza de
España una conversación con un mendigo alcohólico, que resultó ser un antiguo profesor
de historia del arte de Boston. Bajo la promesa del más riguroso silencio me
comunicó las señas del palacio y la situación del pasillo.
Cumpliré
mi promesa y no revelaré el secreto, porque entretanto he descubierto los peligros
físicos y, sobre todo, psíquicos que aguardan allí al visitante no preparado
para enfrentarse a la superposición de realidades diferentes. Sólo diré que el
palacio se encuentra en uno de los barrios más antiguos y de peor fama de Roma.
Me costó
más de un año de esfuerzos denodados conocer a través de increíbles vueltas y revueltas,
por amistades y recomendaciones, a la última descendiente del conde Fulvio di
Baranova y ganarme su confianza. Se trata de una señorita de más de ochenta
años llamada Maddalena Bó, que actualmente vive sola en el palacio casi vacío y
que aunque es comunista convencida se gana el sustento zurciendo las medias de
la guardia suiza del Vaticano Por fin llegó el día. La señorita Bó nos abrió la
puerta de su palacio y nos condujo al pasillo de Borromeo Colmi. Allí se excusó
aduciendo la urgencia de su trabajo y nos dejó solos a mi mujer y a mí.
Ante
nosotros se abría un pasillo de columnas que, según cálculos superficiales,
debía medir ochenta o cien metros, quizá algo más, pues convergía en un punto
lejano desde el que un rayo de luz fino como una aguja y verde caía sobre el
ojo con luminosidad casi dolorosa. Nosotros, sin embargo, avisados por el
profesor de Boston, ya sabíamos que estábamos ante un efecto óptico, o quizá ante
algo de más dudoso carácter. El plano del palacio Baranova mide cuarenta y dos
metros por treinta y siete. El edificio está rodeado por sus cuatro lados de
calles. El pasillo se bifurca dentro del edificio en el ángulo recto de una
galería que transcurre a lo largo de la fachada oeste del palacio. Si se
descuentan los tres metros de anchura de esta galería, el pasillo mide a los
sumo treinta y cuatro o treinta y tres metros. Pero si se tiene en cuenta que
al otro lado, es decir, a lo largo de la fachada oriental, transcurre otra
galería de tres metros de ancho, la longitud posible del pasillo se reduce
aproximadamente a treinta metros. Desde el lado oriental no hay acceso a él. El
asunto se complica si se considera que en el interior del palacio, es decir,
allí donde parece transcurrir (o transcurre realmente) el pasillo, se halla una
gran sala de baile y varias habitaciones más pequeñas.
Da la
impresión de que el citado pasillo no es un artefacto espacial, sino un cuadro extremadamente
hábil o, al menos, una de esas falsas perspectivas, tan características del
apogeo del arte manierista. Éste no es en absoluto el caso, como pudimos
constatar en nuestra primera visita.
Mi mujer
es sin duda la más valiente de los dos, y así fue la primera en adentrarse por
el pasillo, mientras yo permanecí en la entrada siguiéndola con la mirada. Vi
cómo, a medida que se alejaba, iba haciéndose más pequeña, como correspondía a
la escala, cosa que no hubiera sido posible de tratarse de una “falsa”
perspectiva. Tras unos treinta pasos mi mujer se volvió, probablemente para hacerme
una seña con la mano. Pero su mano alzada descendió con lentitud. Según pude discernir
desde la distancia, su rostro había empalidecido y su expresión era de horror.
Cuando emprendió el camino de vuelta me pareció que le costaba trabajo venir
hacia mí.
-¿Qué has
visto? -le pregunté cuando por fin se halló a mi lado-. ¿No te sientes bien?
Ella
sacudió la cabeza y murmuró:
-Increíble.
Ve tú mismo y compruébalo.
Me
adentré titubeando en el pasillo, esperando a cada paso una desagradable
sorpresa, mientras mi mujer esperaba en la entrada. Cuando llegué al lugar en
el que ella se había parado, yo también me detuve. Miré a mi alrededor sin
descubrir nada anómalo. Las columnas a izquierda y derecha eran regulares y
tenían el mismo tamaño que las que había a la entrada del pasillo. Me volví
hacia mi mujer, y me asusté profundamente. Vi una giganta de enormes
dimensiones. En dirección hacia ella las columnas se agrandaban hasta
corresponder con su monstruosa altura. Me quedé petrificado, incapaz de hacer
el menor movimiento.
Por fin
la giganta se puso en marcha y vino hacia mí. Sentí cómo los pelos se me ponían
de punta y la frente se me cubría de un sudor frío. La idea de que en unos
instantes sería aplastado bajo las suelas de sus enormes zapatos como una
hormiga hizo que mis temblorosas piernas cedieran. Me desvanecí.
Al
recobrar el sentido mi mujer estaba a mi lado en sus dimensiones familiares, humedeciéndome
el rostro con su colonia. Me puse en pie y cogidos de la mano nos dirigimos a
la entrada del pasillo que, a medida que nos acercábamos, volvía a su tamaño
original. Ese día no hicimos más experimentos.
Desde
aquel momento hemos estado, naturalmente, dando vueltas a nuestra aventura en el
pasillo de Borromeo Colmi. Dejando a un lado la cuestión de cómo explicar la superposición
de las habitaciones interiores y del pasillo, podemos decir con seguridad que
la longitud real de éste no es mayor que la del edificio en el que se
encuentra. Eso significa que dentro del mismo pasillo todas las medidas
disminuyen proporcionalmente; todas, también las del visitante que camina por
él. Por lo tanto, al entrar en el pasillo disminuiremos de tamaño, no en
apariencia, sino literalmente. Y como al mismo tiempo las columnas que nos
rodean disminuyen en la misma medida, no notaremos nada si no volvemos la vista
atrás.
Cómo el
mago y arquitecto Colmi consiguió un efecto tan insólito es una cuestión de importancia
secundaria en esta ciudad de realidades autónomas. El problema que nos ocupa a
mi mujer y a mí y nos impulsa una y otra vez a nuevas expediciones al pasillo es
otro. Si verdaderamente con cada paso con que uno se adentra en el pasillo se
vuelve uno más pequeño, la consecuencia lógica es que con cada paso la
distancia de camino hecho se vuelve proporcionalmente más corta. Dicho de otra
manera: cuanto más se adentra uno, tanto más lentamente avanza. Y entonces la
cuestión se formula así: ¿es posible alcanzar el otro extremo del pasillo o
sólo nos podemos aproximar a él infinitamente? Y si fuera posible ¿a qué mundo
conduciría aquella salida? ¿De dónde procede esa extraña luz verde hacia la que
nos hemos movido ya tantas veces sin llegar nunca a alcanzarla? ¿Hallaremos
allí el mundo de lo infinitamente pequeño, o sea, el universo de los tomos en
movimiento? ¿O hallaremos otra dimensión? ¿Acaso encontraríamos en aquel
extremo el contra-espacio, el anti-tiempo, el otro-mundo? ¿Coinciden quizá allá
nuestros conceptos de grande y pequeño? ¿O conduce ese pasillo al
momento en que Dios creó el mundo, al origen de todas las cosas, al núcleo
interno de la creación?
Una cosa
está clara: Borromeo Colmi no creó este incomparable conjunto de arquitectura y
magia por simple juego o por puro efectismo. Se trata por el contrario de la
quintaesencia del arte máximo y de la más profunda sabiduría; se trata de una
vía de acceso a lo esencial, que el artista quería revelar a la humanidad.
Nadie parece haberle comprendido, o nadie se interesa por sus razones. Incluso
la señorita Bó, a la que planteé estas cuestiones, dijo con cierta agresividad
y juntando los dedos como un tulipán: “Ma be'?”, que quiere decir: “¿Y qué?”
Como mi
mujer y yo parecemos ser los únicos que han comprendido la propuesta de Borromeo
Colmi, nos preparamos desde hace un tiempo para emprender una expedición definitiva
al pasillo. Nuestro equipo ser más o menos como el que se necesita para una ascensión
al Nanga Parbat. Llevaremos una tienda de campaña, mantas y vituallas para unos
cincuenta días. Estamos firmemente decididos a no volver sobre nuestros pasos hasta
que no hayamos alcanzado el otro extremo del pasillo. Si desapareciéramos, la opinión
pública encontrará, sin duda, otra razón más plausible para nuestra desaparición.
En Roma estas cosas están a la orden del día.
Michael Ende
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ResponderEliminarHola. ¿Cuál texto el de Non-verso? Este texto es de Michael Ende y así lo dice. ¿Algún medio para cponernos en contacto? Saludos.
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