“Por qué”, decía siempre que le indicaban cómo
vivir. “Porque Él así lo ha escrito”, le contestaban invariablemente.
Entonces, adquirió conciencia del poder de las palabras. Aprendió a leer
y escribir mucho antes que los demás niños de su edad, y cuando le tocó
hacerse hombre, prefirió no hacer el amor, pues estaba convencido de
que escribirlo era más placentero. Como cualquier otro joven, gran parte
de sus pensamientos convergían en el sexo, pero a diferencia del resto,
tenía una actividad sexual incesante, asombrosa. Prueba de ello son los
ciento veintitrés tomos que, durante muchos años, produjo escribiendo
el amor.
Cuando decidió que era tiempo de casarse,
escribió una mujer y, luego, sus hijos. De esa manera, escribió una
familia feliz, perfecta; pero una brisa inoportuna vino a malograr su
plenitud, llevándose con sus brazos de aire varias páginas de su vida.
No podía volver a escribirlas, nunca podría hacerlo de manera idéntica,
jamás podría recuperar a la familia que había creado.
Escribió el dolor y la ira; después, borró todo
lo que había escrito y descubrió que la soledad era una página en
blanco. Decidió, entonces, escribir un reino y se escribió rey. Escribió
vasallos, bufones, cortesanos y un harem. Por mero aburrimiento,
escribió otro reino y otro rey para poder escribir la ambición, la
crueldad y la guerra. Lógicamente, escribió su victoria.
Ya viejo, cansado de su reino, escribió un
universo, y de ése, se escribió Dios. Con pulso tembloroso, escribió
galaxias, constelaciones y planetas. No le quedaba mucha vida, por eso
decidió escribir su inmortalidad, encargándosela a los seres escritos de
un planeta que también escribió y nombró Tierra. Ellos, acatando su
voluntad, lo escribieron inmortal; entonces, adquirieron conciencia del
poder de las palabras...
William J. Camacho