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20 ene 2013

Aquí en la playa - Parménides García Saldaña (México, 1944 - 1982)


HONKY TONK WOMEN

Conocí una reina en un tugurio toreadero de Memphis.
Ella trató de llevarme al cuarto para jinetearme.
Tuvo que arrastrarme sobre sus hombros
porque yo estaba borracho pero no perdido.
Es una mujer del talón.
Dame, dame, dame el blues del talón.
Más tarde hice lo mismo en New York.
Tuve que zafarme de una especie de pleito.
Y la dama me cubrió con rosas.
Me sonó la nariz y me alivianó la mente.
Es una mujer del talón.
Dame, dame, dame el blues del talón.
Dame, dame, dame el blues del talón.

—The Rolling Stones

I

Los golpes en la puerta sonaban secos, fuertes, uno detrás de otro, sin detenerse. Simultáneamente una voz gritaba: "¡Silvia, Silvia, con una chingada, llaman por teléfono!" Pablo abrió los ojos, los párpados le pesaban. La puerta, los ruidos, la puerta, la voz. La luz del día, blancuzca, como una sábana tendida en la ventana. Y las palabras: Silvia, chingada, teléfono.
—¿Qué? —preguntó Pablo. Oyó su voz áspera, desconocida. Y la voz respondiendo: "Si usted es Pablo, le hablan por teléfono." La voz alejándose: "¡Carajo!"
Él era Pablo. Pablo mirándose en el botiquín del baño. Un Pablo con rostro distinto, transformado por la borrachera de la noche anterior, con rostro abultado y ojeroso; sin rasurar. La intensidad de la luz que entraba por la ventana le hería los ojos. Los cerró. Otra vez el vacío, provocación de vómito. El dolor en el estómago. Su cara reflejada en el espejo, su cara abultada y enrojecida. La cabeza pesada, doliéndole, como si estuviera llena de piedras, prensada entre dos placas de acero. Sensación de excremento en el estómago, en los ojos, en el paladar, en la lengua.
Salió del baño y se sentó en el borde de la cama para vestirse los pantalones. Allí atrás, el cuerpo de Silvia oliendo a sudor untado en la piel, oliendo a loción barata y cerveza. Y el cuarto, el cuarto oliendo a los dos. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué junto a esa mujer? Se tendió en la cama. Las paredes estaban manchadas de humedad. El agua goteaba en el baño, hacía un sonido persistente.
Silvia dormía acurrucada. ¿Por qué demonios estaba todavía con ella? ¿Por qué había despertado en ese cuarto y no en el hotel? Sus amigos bailando, sentados a la mesa bebiendo; las putas bebiendo copitas de brandy; él hablando de quién sabe qué cosas con Silvia. Silvia riendo. Todos cachondeando.
Sentía la boca seca, la lengua seca, seca. La luz continuaba hiriéndole los ojos. Pablo se incorporó. Vio el cuerpo desnudo de Silvia. Luego la pared carcomida, el yeso mugroso. Silvia durmiendo: los pechos desnudos y los cabellos revueltos sobre la cara. Vio el suelo, faltaban algunos mosaicos. Se puso su playera blanca. Del buró cogió la cajetilla de cigarros. Encendió uno. Abrió la puerta y salió. Atravesó el patio, pasó por el cabaret, llegó hasta donde estaba el teléfono.
—¿Quién habla? —preguntó.
—¿Pablo? —Soy Yo
—Habla Jaime. ¿Cómo estás?
—Bien —mecánicamente respondió.
Dijo bien por decir algo. Pero para qué hablar, para qué. El cuerpo le dolía, la cabeza le dolía.
—Ya ni la amuelas. Anoche te pusiste pesadísimo. No quisiste venir con nosotros. Ya ni la jodes.
—Los que ya ni la chingan son ustedes.
—¿Vamos por ti?
—Yo voy al rato; no vengan.
—No te hagas el enojado. Nosotros no tuvimos la culpa de que te quisieras quedar.
—Estaba borracho. No sé lo que pasó anoche, no me acuerdo de nada.
—Hemos ligado un montón de viejas; gringas, de todo. Tenemos plan esta noche. ¿Entonces qué? ¿Vamos por ti?
—No, no vengan. Yo voy al hotel. Tomo un taxi.
—Allá tú.
—Nos vemos luego. Tengo sueño, me siento mal. Adiós.
—Te portas bien.
—Adiós.
Colgó. Del lado izquierdo, recargando los brazos sobre una mesa, un tipo lo miraba. Pablo lo saludó. El tipo también.
Pablo sacó la cajetilla de cigarros del pantalón y le ofreció uno.
—No, gracias; no fumo —dijo el tipo con voz delgada.
Tenía el cabello rizado y teñido. Pablo guardó los cigarros y caminó hasta el cuarto. El patio, el cabaret, mesas vacías, la barra. Después un pasillo entre palmeras. Amigos, amigos, amigos, si de veras fueran sus amigos no lo hubieran dejado solo en un burdel, con el riesgo de que le quitaran el dinero y lo golpearan... hasta lo asesinaran.
Se detuvo frente a la barra. Un nativo limpiaba vasos.
—Dame una cerveza. El nativo lo miró extrañado.
—¿Tú ere' el que se quedó con Silvia?
Pablo asintió con la cabeza.
—Dame una cerveza bien fría.
—Eta 'ta bien helá.
Destapó la botella y se la dio. Pablo la frotó suavemente contra su cara.
—Luego la traigo. Voy al cuarto.
El nativo sonrió.
Al abrir, la puerta crujió. Silvia dormía. Su cuerpo parecía el de una muerta. Pablo bebió un trago y por un momento volvió a tener la sensación de vómito. Se contuvo. Lentamente resbaló una mano por la cara de Silvia. Bebió otro trago. Acarició los pechos y los hombros de Silvia, le hizo a un lado el cabello que tenía sobre la cara. La miró. Labios gruesos, nariz recta, ojos cerrados, la pintura escurrida bajo los ojos.
Fue al baño. Abrió la regadera. Una sensación de alivio le recorrió el cuerpo.
En el momento lo mejor que podía hacer era volver a dormir. Descansar para que su cuerpo recuperara energías. Eso era lo que debía hacer: volver a la cama, dormir. Bebió otro trago de cerveza. Dejó la botella sobre el buró despintado, lleno de polvo. Se metió entre las sábanas: el cuerpo cercano, rozándole con las rodillas, con las piernas encogidas. ¿Qué demonios había hecho? ¿Qué demonios había sucedido anoche?

II
La zona roja de Acapulco empieza en una desviación por la carretera a Pie de la Cuesta. A los lados de la calle que desciende se levantan barracas de madera donde las prostitutas —mujeres pintarrajeadas, gordas, sudadas— esperan en sus sillas al lado de las puertas que alguien solicite sus servicios por diez o veinte pesos. Más adelante está la comandancia de policía, donde no falta una discusión entre los gendarmes y los borrachos, que termina cuando los borrachos aceptan pagar una multa, si tienen dinero. Casi en el centro de la zona, frente a la comandancia, está el cabaret El Burro. Allí, Pablo y sus amigos bebieron cerveza y salieron pronto: las prostitutas estaban horribles y eran muy caras. De El Burro fueron al Cielo Azul. Allí vieron un strip-tease que era algo sensacional. Entre cortinas y círculos de reflectores, salía un gorila. Ejecutaba una danza salvaje y después se quitaba la piel y aparecía una mujer de cuerpo esbelto: piel blanca, piel sensual. Las piernas y los senos bien formados. La mujer bailaba quitándose los velos delicadamente. Los clientes gritaban. Cuando ella se acercaba a alguna mesa, le acariciaban las piernas, le hacían señas. Al final del show se quitaba la máscara de gorila y las luces se encendían y el público descubría que la strip-teaser era un hombre. Casi todos reían sorprendidos y algunos gritaban mentadas de madre y otras cosas. Las gringas eran las más sorprendidas y las únicas que, más o menos, se asustaban y hacían un gesto o decían alguna frase de repugnancia.
Salieron y caminaron por una calle oscura, cuya única luz era el anuncio del burdel La Huerta. Hay alrededor de cincuenta putas, un conjunto de rumba, sinfonola, whisky, cerveza, etc.; es el mejor de la zona roja. Las putas van y vienen por el cabaret, por la pista de baile, entre las mesas, en bikini, traje de baño, o en brassier y pantaleta. Sentados alrededor de una mesa, Pablo y sus amigos observaban la pista: los cachondeos, los besos, los movimientos. Observaban a los dientes que bebían en las mesas haciendo aspavientos, gritando. Observaban a las prostitutas.

Vuela paloma
vuela
vuela a tu palomar...

Sonaba el güiro, las tumbas, la trompeta de la Sonora Matancera; la voz de Celia Cruz. Las prostitutas bailaban haciendo pasos de rumba; los hombres les acercaban los cuerpos y les ponían las manos en las nalgas. Las mujeres sonreían, hacían gestos, muecas, señas con los ojos y las manos, movían las caderas. Desde la mesa, cada quien con un vaso de ron en la mano, Pablo y sus amigos buscaban alguna que les gustara. Pablo detuvo la vista en una: bailaba con un gringo muy típico: pecoso, ojos saltones, dientes de conejo, bermudas, sudadera con las siglas de la Universidad de Mississippi, intentando pasos de rumba.
Unas mujeres iban y venían entre las mesas, esperando que alguien les hiciera una seña, o que alguien, cogiéndolas de la mano o de las nalgas, las invitara a sentarse. Los meseros, tipos de pestañas enchinadas con rimmel, blusas floreadas, pasos menudos, quitaban y ponían vasos y botellas. El conjunto de rumba tocaba: goza la vida goza como hago yo goza la vida goza goza goza... Los amigos de Pablo —caminando por el cabaret, sentados a la barra— buscaban putas; bebían cerveza a sorbos. Carlos bailaba de estilo con una de pantalón rojo y suéter verde. Pablo, recargado en la sinfonola, contemplaba a Silvia. Le hacía señas. Silvia se fue al cuarto con el gringo.

Putas bailando, clientes borrachos. Los meseros con charolas. Carlos y Fernando yendo al cuarto con dos putas. Él y Jaime en la mesa, bebiendo. La voz de Daniel Santos en la sinfonola:

Virgen de medianoche
cubre tu desnudez
señora del pecado

Luego él bailando rocanrol con una puta. Quién puso el bom-po-po-po-bom-po-bom que hizo a mi alma enloquecer. ¿Cuánto? Ciento veinte. Pablo la mandó al diablo. Burlas. "ni que lo tuvieras de oro". Risas, carcajadas. Indignación de la puta: "vete a la chingada, cabrón, qué quieres, que te lo deje gratis, ni que fueras mi padrote, ojete, pinche caliente, nomás andas de caliente". Luego, dando traspiés, caminando en zigzag, Pablo fue a la mesa.
El burdel estaba lleno. Entraban y salían clientes en ropa de playa. Iban y venían gringos borrachos, "puta madre la puta puta"; los gringos brindaban con las mujeres, les cogían los senos y las nalgas, "oye tú, enton's qué, ¿vamos al cuarto?". Pablo vio a Silvia frente a la barra, hablando con un cantinero. Pablo se incorporó. Las luces opacas guiñando, languideciendo, disolviéndose en el cielo. Las caras de las prostitutas borrosas. Se acercó a ella.
—¿Quieres un trago?
Silvia aceptó. Una pequeña sonrisa enseñando los dientes.
—¿No viste que te estaba llamando?
—No, no vi. ¿Vamos al cuarto?
Fueron al cuarto. Luego Fernando se metió con ella. Regresaron. Pablo la invitó a beber otra vez. Pero ¿lo demás? Pablo no recordaba nada. El tiempo se había desmoronado como una figura de arena.

III

Despertó. Silvia no estaba. Estiró los brazos y de un salto se sentó en el borde de la cama. Puso los codos sobre las rodillas, la frente sobre las palmas de las manos. Su cuerpo empapado de sudor. Tomó la botella de cerveza para darle un trago, estaba caliente y la regresó al buró. Lo primero que pensó fue llamar al hotel, comunicarse con sus amigos. La luz del sol se quebraba en el suelo y en las paredes. Hacía un calor intenso. Se bañó, se vistió y salió del cuarto.
Vio a Silvia que platicaba con otras prostitutas en derredor de una mesa. Silvia agitó los brazos en el aire, lo llamó haciendo señas con la mano.
Levemente el viento susurraba entre las palmeras, y los rayos del sol, que medio se ocultaba tras una montaña verde, caían sobre ellas y dibujaban manchas en el patio. Silvia continuaba llamándolo. Pablo se acercaba a pasos lentos, sonriendo, los brazos en jarras. Antes de llegar, se detuvo. Las mujeres cuchicheaban algo, seguramente hablaban de él, de su borrachera de anoche. Lo demostraban las risitas ocultas tras las manos. Silvia se incorporó. Primero unos pasos perezosos, luego brinquitos. Le puso la mano sobre los hombros.
—¡Hola, cielo! Dormiste mucho: Son las cinco. ¿Te sien-tes bien? —preguntó.
Pablo sonrió, estiró los brazos, aspiró:
—Muy bien.
—¿Ya te vas?
—Al rato. Voy a llamar a mis amigos por teléfono —la cogió de las manos—. Vamos.
 El cielo estaba casi blanco, una que otra nube avanzaba lenta, lentamente hacia el horizonte; las palmeras no se movían y el burdel estaba en silencio. Las prostitutas que estaban con Silvia habían vuelto a sus cuartos a descansar.
Pablo llamó al hotel y no encontró a sus amigos.
—Te volví a dar dinero, ¿verdad?
—Creo que cien pesos. No me acuerdo. ¡Cómo me voy a acordar, chiquito!
Caminaban por las veredas del patio, entre las palmeras que proyectaban sus sombras. El sol parecía estar clavado en lo alto de la montaña verde. Unas nubes cruzaban el cielo lenta, lentamente, blancas, blancas.
—¿Qué pasó anoche?
—No me acuerdo muy bien. Estuve tomando contigo y se me trepó. Tú estabas rete cuete, andabas bien briago. Me dijiste que pasáramos la noche juntos. Tus amigos te dejaron. Estabas muy terco en quedarte... ¿Te vas a ir?
—Al rato. No tengo prisa. ¿Quieres que me vaya?
—Yo no. Eres a todo dar... a veces tiene una que soportar a cada cabrón.
—¿Y yo me porté bien?
—¡Uy! Ni lata diste, chiquito. Llegamos al cuarto. Me besaste —Silvia rio— y te quedaste dormido.
—Pero antes ¿qué hice? ¿Qué hice?
 —Nada. Sólo me acuerdo que estabas bien borracho, habla y habla —Silvia volvió a reír—. Dijiste que yo te gustaba mucho.
—¿Y tú por qué te dormiste conmigo?
—No sé, chiquito; me caíste bien, estaba borracha. ¿Cómo voy a acordarme? Pero me estuviste dice y dice que estabas enamorado de mí.
—Me da risa. No me acuerdo.
—¡Cómo te vas a acordar si andabas a gatas! ¡Hasta nos llevamos una botella al cuarto!
—No me acuerdo.
¿Para qué recordar? ¿Para qué tratar de reconstruir la noche anterior? Con recordar no iba a ganar nada, ni tampoco a cambiar los hechos; era una obsesión absurda si no había sucedido nada, ni nada había perdido.
—¿A qué hora te vas? —preguntó Silvia.
—No sé. Al rato. ¿Quieres una cerveza?
—Sale.
Silvia era joven. Mientras bebían cerveza dijo que tenía veinte años y llevaba dos meses de trabajar en el burdel. Le contó a Pablo la historia de su vida. Él no le dio importancia: era la misma historia de todas: noviazgo apasionado, embarazo, temor a los padres, huida, burdel.
El nativo llevó otras cervezas a la mesa.
—No sabía qué hacer —decía Silvia—. Era para mí algo de la chingada. Dizque me quería mucho, pero cuando le dije "voy a tener un hijo", pura madre. No lo volví a ver —bebió un sorbo—. Era mejor irme de mi casa, mi viejo era capaz de matarme. Le pegaba a mi mamá. Yo pensé: mejor me escapo. Y me fui. Conseguí dinero y me vine a Acapulco. Aquí estaba una amiga y me quedé.

IV

La noche. El cielo cuajado de estrellas. Un cielo brillante, un cielo oscuro. Los grillos cantaban ocultos en las matas del patio. Las prostitutas llegaban o empezaban a salir de sus cuartos. Las palmeras se adivinaban por unos trozos que sobresalían en la oscuridad. La luna levemente enrojecida palpitaba como una brasa disolviéndose en el espacio.
—¿Me acompañas a mi cuarto? Voy a cambiarme —dijo ella.
—Vamos —respondió Pablo.
Pablo estaba acostado en la cama. Frente a él, Silvia se desvestía. Tiró una colilla al piso.
—¿No estás aburrida de esta vida? —le preguntó.
—¿Crees que me gusta? No voy a estar aquí por gusto. ¿Qué le hago?
—Busca un hombre. Te puedes casar —dijo seriamente.
—No, viejito, gracias, no estoy zafada. En esto sólo se conocen padrotes.
—Puedes conocer a un hombre que te quiera de veras.
—Conocí a uno y ya ves, me dejó panzona y se fue. No chiquito, así estoy muy contenta.
Pablo veía las paredes manchadas de humedad, la oscuridad de la noche tras la ventana. Veía a Silvia que se desnudaba y luego buscaba en un ropero viejo. Silvia sólo en calzones: piernas delgadas, senos derechos, duros; parte de una cicatriz en el vientre, el cabello lacio.
—Debes de salir de esto. Cuando seas vieja no va a ser tan fácil.
Silvia fue a sentarse en la cama.
—Dame un cigarro.
—Debes pensar en lo que te digo.
—¿Y quién me saca?
—Tú sola. Puedes trabajar en otra cosa. Eres joven.
—Abrocha el cierre.
—Yo puedo ayudarte.
—¿Qué hora es?
—Cerca de las siete. ¿Vas por unos tragos?
—Los últimos, ¿eh?, tengo que trabajar.
—Yo tengo que irme. A lo mejor voy a bailar.
Silvia regresó. Pablo caminaba por el cuarto.
—Me gustaría quedarme contigo esta noche. Beber, estar contento. Me gustas —rio—, estás... Me gustaría quedarme, estar contento.
—A mí también. Pero tengo que trabajar.
—Te pago, te pago porque pases la noche conmigo.
—No es por eso; luego se enoja el dueño.
—Te voy a pagar.
—No sé. ¿Cuánto me pagarías?
—Lo que quieras. ¿Qué pasó?
—Le voy a decir al dueño...
Silvia salió. Pablo bebía a sorbos la copa de ron. Caminaba por el cuarto, viendo la luna por la ventana, oyendo el rumor de las palmeras. Veía las pequeñas luces de las ventanas de otros cuartos. ¿Por qué le había propuesto a Silvia eso? Bastaría coger, pagarle y ya. Darle consejos a Silvia era el colmo, el colmo. ¿Por qué demonios seguía ahí? ¿Acaso deseaba tanto a Silvia? No, no, no.
Caminaba sintiéndose mareado, ligeramente mareado.
Ante todo ella era una prostituta. Pero de todos modos no perdería nada quedándose esa noche. Por lo menos esta noche. Luego podría divertirse con sus amigos. Nadar, beber en la playa, conquistar gringas... Pero quedándose esta noche con Silvia no iba a perder nada. De todos modos estaba en Acapulco para gastar el dinero. Había venido a divertirse y esto era parte de la diversión.
Cuando Silvia entró, cerró la puerta despacio y por un momento se quedó estática, recargada en el marco. Sostenía contra su vientre una botella de ron. Pablo caminó hasta ella y la abrazó.
—Perfecto. Perfecto.
Estaban en la cama. Alguien tocó la puerta. Voces confusas, risitas. Cubierta con la colcha Silvia se paró a abrir. Pablo oyó que alguien preguntó por él, que Silvia respondía que sí. Sus amigos entraron. Silvia fue al baño.
—Te estuvimos esperando —dijo Fernando.
—Ya ni la chingan —dijo Pablo.
—Estabas bien pedo. Tú quisiste quedarte —dijo Fernando.
—Nosotros insistimos en que te fueras con nosotros —agregó Carlos.
—No quisiste —dijo Fernando.
—Son unos cabrones —dijo Pablo.
—Fue culpa tuya —dijo Jaime.
Vestida con brassier negro y pantaleta roja, Silvia salió del baño:
—Voy por hielos. Orita regreso —dijo y salió del cuarto.
—Yo siempre los he cuidado —dijo Pablo.
—Estabas insoportable —dijo Jaime.
—Bueno, ya, olvídalo. Tenemos plan con unas viejas —dijo Carlos.
—Están a toda madre —dijo Fernando.
—Váyanse ustedes, yo me quedo —dijo él.
—No seas payaso, vístete y vámonos —dijo Jaime.
—¿Prefieres estar con una pinche puta? —preguntó Carlos.
—Me estuvo rogando que me quedara —contestó Pablo.
—No seas hablador —dijo Jaime.
—Me cae, por Dios —dijo Pablo.
—Pues si es gratis, de poca madre —dijo Jaime.
—Así, sí aguanta —dijo Carlos.
—¿Y qué tal coge? —preguntó Jaime.
—Se mueve rico —dijo Pablo.
—¿No te mamó la verga? —preguntó Fernando.
—Sí —dijo Pablo.
—Es lo máximo —dijo Carlos.
—Vámonos por nuestras viejas —dijo Fernando.
—Nos vemos mañana —dijo Pablo.
—Nos cuentas —dijo Fernando.
—Te echas uno a mi salud —dijo Carlos.
—Nos vemos.
—Chao...
Los amigos salieron. Sus voces se fueron perdiendo poco a poco. Hacía calor. Las sábanas estaban húmedas. Afuera, el ruido aumentaba. Afuera: eco del viento, eco, rumor de ramas. Las sombras de las palmeras apareciendo y desapareciendo por la ventana. El cuerpo ardiente, el cuerpo ligero, el cuerpo sudando, el cuerpo ligero.
Silvia descansaba, un poco soñolienta, mareada, recogida a su lado. ¿Cuántas horas junto a ella, cuántas horas haciendo el amor? El ruido de afuera llegaba confuso: voces débiles, algún pedazo de canción: quiero cocaleca, quiero cocaleca pa' gozar... las voces de un trío... Silvia aún despierta. Su historia podía ser igual a la de cualquiera, pero en todo caso debía admitirla. Una mujer podía llegar a ese oficio por cualquier razón; lo grave era que una vez ahí se corrompía, porque nadie la ayudaba. Silvia aún no estaba corrompida, y él podía ayudarla, y él debía ayudarla, regenerarla. ¿Por qué no? Silvia aún podía salvarse. Era un deber, su deber, ayudarla, sacarla de esto. Sí, sí, sí, todas las prostitutas del mundo lo único que necesitaban era comprensión, comprensión, tratarlas una noche como mujeres, como mujeres. Salvarlas, ayudarlas. Hacer el intento...
A Silvia aún le quedaba un poco de ternura. Silvia debía comprender que ahí, en el burdel, estaba muriendo, agonizando sin sentirlo. Silvia debía comprender que era tiempo de dejar esa vida. Si, no sería mucho esfuerzo. Que Silvia conociera algo tan simple como la comprensión. Él podía hacer una buena acción ayudándola. Sólo él podía ayudarla. Ninguno de sus amigos lo haría. Estaba seguro que ninguno de sus amigos sería capaz de compadecerse de una prostituta. Al contrario, le dirían: "Estás loco, eres un pendejo, perder así el tiempo en Acapulquito, de veras que se necesita estar loco." Pero debía ayudarla, devolverle su felicidad perdida.
La noche estaba tenuemente blanca, unos débiles resplandores se difundían en las paredes. Tenía sed, la lengua y el paladar con sabor a cerveza y a ron, y a besos de Silvia; los labios resecos. Sentía que se elevaba en la cama, que flotaba, flotaba. Cogió la botella de ron y le dio un trago. En la penumbra veía a Silvia desnuda, dormida. Le besó los labios con suavidad. Se la llevaría a México, la mantendría por un tiempo mientras ella encontraba trabajo. Y ella no iba a rechazar esta oportunidad. Por él Silvia dejaría de ser puta. Silvia no iba a terminar como aquella figura del museo de cera: vestida de terciopelo rojo, en una cantina, borracha y tuberculosa. Silvia iba a salvarse.
En la oscuridad del cuarto crecían y disminuían los reflejos de la flama de una veladora. Alumbrada por ella la figura del santo parecía un feto. La luz de afuera se disolvía en la oscuridad. Silvia dormía. Después de la última vez dijo: "Ya no puedo, estoy cansada, ya no puedo." Silvia haciendo poses. Besándole el sexo. Moviéndose como ninguna. Descansando, volviendo a excitarlo, las manos de Silvia excitándolo. Una pose, luego otra...
Fue al baño. Manchas en las paredes, cucarachas caminando. Todo inmóvil. Luego moviéndose en vaivén, de aquí para allá, de aquí para allá, suave, suavemente. Los grillos cantando, cantando. Y la noche en silencio, casi en silencio.

V

Otro nuevo día. Otro día que le hería los ojos. La claridad le causaba náuseas. El cuarto y los objetos borrosos. Un calosfrío en las piernas y los brazos, en el interior del cuerpo. La cabeza girando, girando lenta y pesada. Silvia inerte. Miró la hora: doce y media. El cuarto olía a alcohol, a semen. El baño a agua fétida.
De un salto se incorporó de la cama. No debía hacer ruido, que Silvia siguiera durmiendo. Era hora de largarse. Las manos le temblaban. Su cuerpo estaba húmedo de sudor. Percibió el olor de su cuerpo que olía a ella, a él sin desodorante, sin lavanda ni loción. Su cuerpo oliendo vagamente al perfume barato de ella. La miró. Las sábanas sólo le cubrían las piernas. Por un momento contuvo las ganas de vomitar. Después de bañarse debía irse, pero rápido. Al carajo con todo, con este cuarto mugroso... al carajo con la puta...
Salió al patio. Se sentó al borde de una fuente. La Huerta estaba tranquila. Pablo contemplaba el suelo, su mirada se hundía.
—¿Qué haces? ¿Puedo sentarme? —preguntó un hombre que tenía voz de mujer.
Pablo alzó la vista, la detuvo en la cara del hombre: labios pintados, pestañas rizadas, rostro delgado.
—No molesto, ¿verdad? ¿Te pasa algo?
—Estoy crudo.
—Tienes los ojos bien rojos. ¿No quieres un alkaseltzer?
Pablo apoyaba la cabeza entre sus manos. El maricón fue a la barra y trajo un vaso, dos alkaseltzers se disolvían en el agua.
—Vas a ver, te vas a sentir mejor. ¿Silvia está dormida?
—Sí, está durmiendo.
—¿Qué hora es?
—Cuarto para la una.
—¡Dios mío! No lo creo. Dormir hasta esta hora. ¡Con este sol!
Pablo escuchaba la voz delgada del maricón de camisa rosa, veía los ademanes tan femeninos y tan delicados. Por qué aguantarlo. Por qué no decirle que se largara, que lo dejara tranquilo, en paz.
—¿Qué eres? —preguntó el maricón.
—¿Cómo que qué soy?
—Si. ¿A qué te dedicas?
—Trabajo, soy ingeniero.
—¿Ingeniero? ¡Qué interesante! ¿En dónde trabajas?
—En una fábrica...
—¿Y qué haces?
—Soy jefe, doy órdenes —vete al diablo maricón degenerado, exactamente esto le hubiera respondido; vete al diablo maricón. ¿Por qué soportarlo?
—¿Te gusta mucho Silvia?
Pablo pensó responder: mira pinche puto, qué te interesa si me gusta una puta, qué te interesa lo que yo haga. Lárgate, vete al carajo, lejos, donde no te vea, vete a la chingada.
—Estoy enamoradísimo —dijo con sarcasmo.
—A la pobrecita la quiero tanto. Hace tres meses que llegó. Se había escapado de su casa. ¿Te imaginas? El patrón le dio chamba y aquí la ayudamos. Fue redifícil, llevaba cinco meses panzona. Pero gracias a Dios todo salió bien. Le he tomado tanto cariño... —el maricón vio que Silvia salía del cuarto y caminaba hacia la fuente—. Mira ahí viene...
Silvia llegó sonriendo. Pablo miraba el suelo. El maricón dijo:
—¡Ay, cómo eres floja! Ya ni la amuelas. ¿Ya viste qué hora es? —le enseñó su reloj.
—Hola, mi vida —Silvia saludó a Pablo, quien alzó la mano desganadamente—. ¿Qué tal, Verónica?
El maricón le respondió con un beso en la mejilla.
—Traigo un hambre —dijo ella.
—Yo me siento del cuajo. Tengo hambre, sed, dolor de estómago, me duele la cabeza —dijo Pablo.
—¿No has desayunado? —preguntó Silvia
—Me acabo de levantar hace un rato.
—Pues vamos a desayunar.
Lo que debía hacer era largarse en ese momento. Ir al hotel, reunirse con sus amigos. Largarse, pero ya. El maricón caminaba hacia uno de los cuartos moviendo las caderas. Pablo dudaba de invitar a Silvia a desayunar. Bueno, después la dejaría, qué más daba.
—Aquí a la vuelta hay una fonda —dijo Silvia.
—No, no, no. Vamos a desayunar sabroso. Te invito a un buen restorán. Hay que reponer energías. Ven, llama un taxi.
Cerca de la playa volaban gaviotas y pelícanos. Pablo y Silvia desde la terraza del restorán veían a unos esquiadores remolcados por lanchas. Un mesero de filipina blanca y corbata de moño se acercó y puso sobre la mesa dos platos y dos tarros de cerveza.
El lugar estaba lleno de gente en ropa de playa: las mujeres con sombreros ridículos, los hombres en bermudas, lentes negros. Silvia partía el filete en trozos. Pablo decía:
—Ella me dijo "mi vida, esta noche tenemos que ir a casa de unos tíos", y a mí me enferman esas cosas —Silvia movía la cabeza en señal de atención—. Entonces yo le dije que no iba, que si tenla ese compromiso que fuera sola. Se puso terca en que los dos teníamos que cumplir con el compromiso. Bueno, para no alargarla, le dije que no iba a ir —Silvia bebía cerveza y movía la cabeza afirmando—. Ella lloró. Me dijo que no era consecuente, que no la quería, en fin, todas esas cosas. Y nos enojamos. Como a los cuatro días le hablé por teléfono diciéndole que me venía a Acapulco y entonces se encabronó y me dijo que si venía terminábamos...
—¿Y terminaron? —interrumpió Silvia.
—Pues sí. Pero cuando regrese a México, estoy seguro que nos contentamos. Tenemos el proyecto de casamos dentro de cinco meses. Pero lo que me repatea es que se enoje por cualquier cosa... ¡Oiga! —le gritó al mesero—, traiga dos martinis. Pero en fin, vine a divertirme.
Seguro que la gente que comía en el restorán se daba cuenta de que ella era una prostituta. Cualquiera notaba que era una mujer vulgar. Pero qué importaba. Si él estaba contento la gente podía irse a la chingada. Él iba a pagar por comer ahí y podía estar todo el tiempo que le diera la gana.
—Si yo te ayudo a que dejes esa vida, ¿aceptas?
—Tú crees que no.
—Palabra de honor: te llevaría a México. Puedo hacer algo por ti.
Ayudarla a dejar esa vida era un acto moral de trascendencia. Un acto generoso que muy poca gente, muy poca gente se atrevería a llevar a cabo. A nadie le interesaba una prostituta. Al contrario, todos las culpaban... Si, sí, si, ninguno de los pendejos que comían en el restorán harían nada por ella. Sólo humillarla, verla de reojo como ahora. Y a él, criticarlo: "ya viste a ese muchacho con una de ésas" o algo así, pero no eran capaces —porque en realidad era un problema de capacidad moral.

VI

Pablo estaba en el cabaret, sentado frente a la barra, con un vaso de ginebra en la mano derecha. Veía a Silvia echar veintes a la sinfonola. Con ésa sumaban cinco las noches que llevaba en el burdel. Ahora todo transcurría con normalidad. Ya no le molestaba el olor del cuarto, ni los ruidos nocturnos. Pasaba la mayor parte del tiempo jugando cartas con el maricón, con Silvia y con otras muchachas. En parte se había convertido en el consolador de Verónica, que siempre le decía "ay Pablito si vieras cómo sufro". Y también hacía el papel de consejero espiritual de las prostitutas. Se enteraba de la vida de todas, les ofrecía soluciones a sus problemas y, en fin, hasta podía pensar que su presencia era indispensable.
Vio que sus amigos llegaron acompañados de unas gringas.
—iQuihubo, Pablo! —dijo Fernando
—¿Qué tal, como en tu casa? ¿Cuándo mandas las invitaciones pa' la boda? —dijo Carlos.
—Una mesa —dijo Jaime a un mesero.
This is terrific! —dijo una de las gringas.
I never saw this in my whole life... —dijo otra viendo para todos lados.
Look-a that!
 —Pasen por aquí —les dijo el mesero.
—Vente Pablito, traite a tu mujer —dijo Fernando.
Los amigos abrazaban a las gringas, Silvia y él los miraban. En la mesa estaba una botella de ron casi vacía, entre los vasos y los cascos de agua mineral y ginger ale. Fernando le pidió a un mesero otra botella de ron.

Amor...
Estoy solo aquí en la playa.
Es el sol que me quema
y me quema y me quema...

Los amigos reían y platicaban con las gringas, ellas miraban de aquí para allá, veían a los hombres que besuqueaban a las prostitutas y les cogían las nalgas.
—iA la salud de Pablo! —dijo Jaime.
Todos alzaron los vasos. Menos Pablo.
Cheers! —dijo una gringa que ya estaba borracha.
—¿Contento Pablo? —dijo Carlos.
—Yo sí, ¿y tú?
Para eso habían venido. "Ves de lo que te perdiste, ves." Como si fuera algo extraordinario enamorar a una gringa y seducirla. Y luego ni eso, sino solamente gastar dinero sin lograr nada.
El maricón se acercó saludando a todos. Le dijo a Pablo que le invitara una copa. Carlos le dio una cerveza.
—¡Ay no, fuchi! Pablito, ¿me disparas un brandy?
—Pídelo. Aquí lo pago.
—Cerveza, ya parece —dijo el maricón y fue a la barra.
Las gringas lo siguieron con la vista, se miraron, rieron.

es tu palpitar, tu recuerdo,
mi locura, mi delirio,
me estremezco, oh-oh-ooooh
cuando calienta el sol...

Él también podía conocer a una gringa, invitarla a pasear, a bailar, acostarse con ella... Despedida. Regreso a México. Al diablo, al infierno, a la chingada. Si, sí, sí, que las gringas pensaran que estaba loco, que sus amigos lo dijeran... This is the guy. He has one week living with a whore. Qué le importaba si creían que Silvia se estaba aprovechando de él, qué le importaba. Qué importaba que lo agarraran de payaso, que se divirtieran con él como se reían emborrachando al burro de La Roqueta, qué demonios importaba.

estoy solo
aquí en la playa
es tu palpitar, es tu cara...

Voces, risas, prostitutas caminando hacia los cuartos con los clientes. Ellos bebiendo, bebiendo...
Al otro día. Pablo se vistió v salió del cuarto. Cuando caminaba por el patio una mujer desde una mesa del cabaret lo llamó. Pablo se acercó.
—¿Me pagas una copa? —le dijo la mujer.
—Pídela.
—¿Qué pasa? —se acercó el nativo que estaba tras la barra limpiando vasos—, ¿no anda cludo?
—No. Bebí muy poco anoche. Me siento bien. ¿Qué quieres? —le preguntó a la mujer.
—Brandy... una... copa... de brandy.
—Eta cabrona ta borracha delde anoche.
—Tú chingas... a tu... madre... —le dijo al nativo.
 —Ya, ya, cálmala —dijo Pablo—: ve por el brandy —le ordenó al nativo. Éste giró sobre sus talones y dijo:
—Sigue hija e puta y te caiga...
Pablo acercó una silla a la mesa y se sentó.
 —Viejito —empezó a decir la prostituta—, ayuda a esa chamaca. No dejes que se chingue en esta vida. Aún es tiempo, está joven. A mí me duele, me cae, vivir en esto. Pasarme todo el pinche día metida en un burdel... Dile que no sea pendeja —la mujer torpemente se incorporó.
El nativo dejó la copa de brandy sobre la mesa.
—Gracias viejito —le dijo la mujer a Pablo, y agregó—. te lo agradezco.
El nativo dijo:
—E una borracha, siemple anda así. Tiene un hijo la cabrona y siemple anda así.

VII

—Par de ases —dijo Silvia.
—Basura —dijo el maricón.
—Full ­­—terció Lirio.
—Nada —dijo Pablo.
—Ya está bueno, por hoy basta. Aich, estoy cansadisimo —dijo Verónica.
—Otra manita —dijo Pablo.
—Ya no. Mañana le seguimos. ¿Te quedas, Lirio? —preguntó el maricón.
—Me voy contigo. Tengo que cambiarme.
El maricón y Lirio salieron. Pablo se tendió en la cama y Silvia se desnudó y se acostó a su lado.
Desnuda, Silvia caminaba por el cuarto dándose aire con las manos. Pablo comía naranjas. La noche venía lenta. Por la ventana las palmeras aún se distinguían y el sol parecía estar atrapado entre sus ramas.
Pablo estuvo bebiendo una cerveza tras otra hasta que se quedó dormido. Despertó. Silvia no estaba. La penumbra se embarraba en las paredes. Vio su reloj: doce y diez. Fue al baño a echarse agua en la cara, en el pecho. Una punzada y otra. La cabeza. No. No. Tenla que ir al cabaret, beber una copa de ginebra, sentirse bien. ¿Por qué no estaba Silvia en el cuarto?

Con sólo barro los formó
en su creación perfecta...

El patio estaba oscuro, las luces del cabaret chisporroteaban y las palmeras hacían un sonido grave. ¿Por qué no estaba Silvia en el cuarto? Las voces, las risas, las carcajadas aumentaban de volumen. ¿Dónde estaba Silvia?

Ha creado a un hombre
y de compañera a una mujer...

Olvidarla por un momento, no pensar en ella, tornar un trago, ginebra. ¿Por qué no estaba en el cuarto? Desde el patio veía las siluetas que se movían y luego se rompían, creciendo y disminuyendo.

Sombras nada más
acariciando mis manos...

De varios sorbos se terminó la ginebra. Prendió un cigarro. Putas, meseros, maricones, borrachos, iban y venían entre las mesas, por la pista. Los hombres bebían y las prostitutas se les sentaban en las piernas. Cachondeo de sexos. Cachondeo de senos, olor a ron y a ginebra. Pidió otro vaso de ginebra. Era una cabrona, salir del cuarto mientras él dormía, venir a bailar y a abrazarse con otro. Ella estaba viviendo con él. Piernas desnudas, manos cachondeando.

Sombras nada más
entre tu vida y mi vida...

Caminó hasta donde ella estaba bailando y le echó la ginebra en la cara.
—¡Hija de la chingada!
—Lárgate al carajo, quién eres tú para gritarme —dijo Silvia.
—What’s the matter?
—Eres una mierda, puta barata —dijo Pablo.
Ella trató de darle un golpe. Él le detuvo la mano y le dio una bofetada. Silvia se llevó las manos al rostro; lloraba enfurecida. El gringo estaba junto a ella sin saber qué hacer. Algunas prostitutas trataron de defender a Silvia, pero unos policías las detuvieron. Un mesero cogió del brazo a Pablo.
—Cálmate, compadre; es mejor que te vayas, si se arma la bronca sales perdiendo.
—Yo me quedo, no me voy, al carajo todos.
—Cálmate compadre; vete por la buena.
—Dame una copa, yo quiero otra copa —Pablo sacó un billete de cincuenta pesos—. Toma, dame otra. Si me la das me voy. Fue con el mesero hasta la barra. Bebió una copa. El maricón se le acercó.
—¿Ya se te pasó el coraje, Pablito? —dijo.
—No me molestes.
—¿Pos yo qué te hice?
—Lárgate, no jodas.
—Al ratito se te pasa, ya que estés contento, regreso. Bye, bye.
Cerca de él unos borrachos discutían de política. Unos gringos reían de las cosas que estaban diciendo unas prostitutas. Silvia bailaba con el gringo. Bernabé, ven, ven. Tuvo la oportunidad de arrepentirse y pedirle perdón y decirle: estaba aburrida y por eso salí un momento, no creí... Cualquier pretexto. Bernabé, ven, ven. Inventar una mentira, pero eso de tratar de verle la cara, eso de ver que estaba ahí en la barra y seguir bailando con el gringo. Por culpa de ti Bernabé. Eso sí, eso sí, todas las putas eran iguales. Silvia era igual a todas, cuando pudo hacer otra vida, era igual. Caras alegres, piernas desnudas. Luces rojas. Risas. Luces azules. Borrachos por todas partes. Ginebra, otro trago. Ginebra, hielos, sobre las rocas. Labios trompudos. Otro trago. Pablo se incorporó, caminó dando traspiés y salió.
Caminaba por las calles empedradas de la zona. Anuncios fosforescentes. Cielo Azul, El Burro, El Paraíso. Las putas malvestidas, oliendo a basura, caminaban por las calles en busca de clientes. Los turistas ebrios entraban y salían de los cabarets. Algunos policías llevaban borrachos a la comandancia. De los cabarets salía el sonido de los conjuntos de rumba. Olía a brisa nocturna. La lima estaba cubierta de nubes negras. Las estrellas en el cielo parecían las luces de un gigantesco teatro. Silvia había quedado allá, adentro, al final de la calle, en La Huerta. Allá adentro en La Huerta. Las calles estaban semioscuras, pequeñas manchas de luz interrumpían la oscuridad tenuemente. Pablo vio un taxi.
—¿Está libre?
—Sí joven, súbase.
Fue al hotel y no encontró a sus amigos. En el bar bebió un vaso de ginebra y salió a buscarlos a un night-club de la avenida costera. ¿Salvar a una prostituta? ¿Ayudarla?
Claro, claro, ninguna, ninguna, ninguna era capaz de regenerarse. Ninguna aceptaría algo así como su salvación. Todas vivían de eso porque les gustaba, porque preferían esa vida. Ganar el dinero con sólo abrir las piernas. Era más fácil abrirse de piernas que hacer otra cosa. De esto, de vivir de putas, no tenía nadie la culpa más que ellas. Más que Silvia en este caso. Y a Silvia la oportunidad de salir de eso se le había escapado, como quien dice, en un abrir y cerrar de ojos. De seguro ahora estaba cogiendo con el gringo y de seguro le estaba diciendo: quién sabe por qué se metió conmigo, yo ni lo conocía.
Llamó a un taxi.
—Al hotel Presidente.
Allí bebió una copa. Luego fue al Akú-tiki

El de la rumba soy yo
yumbam-bé yumbam-bé

Las llamas de las velas sobre las mesas parpadeaban, parecían extinguirse. En la pista parejas haciendo pasos de rumba. Pablo vio a Fernando entre parejas que bailaban desaforadamente. Se acercó.
—Oye, ¿y los demás?
Fernando trató de ignorarlo. Pablo venía en unas fachas: sin rasurar, la ropa sucia, despeinado, oliendo a sudor, oliendo a borracho.
—¿Dónde están los demás?
—Qué, qué, este... Quihubo. Mira, allí —señaló hacia una mesa—. Allí, mira.
Pablo llegó. Los amigos platicaban con unas muchachas que bebían cocteles y movían las manos delicadamente, subiéndolas, bajándolas. Sonreían, dientes blancos, brillantes. Los amigos lo vieron, Carlos se incorporó.
—¿Qué pasó? ¿No que estabas tan...?
—A la chingada, a la... —dijo Pablo.
—Ssschh, no grites —dijo Carlos en voz baja. Lo tomó del brazo—; estamos con Cristina y unas chamacas de México.
—A mi qué...
—Ven —lo alejó de la mesa.
—Qué carajos.
—Vete al hotel, estás bien borracho. Vete a dormir.
—Quiero una copa, una ginebrita.
—Vete a dormir, por favor Pablo. ¿Si te doy una copa te vas?
 —Sí —alzó la mano en juramento—. I promise.
Carlos sirvió una copa de whisky. Pablo se acercó, hizo una reverencia.
—¿No bailas? —dijo a una de las muchachas.
—No, gracias...
—¿Por qué? Jaime no se enoja.
—Estoy cansada.
—Eso dicen todas... apretadas... ni que fueras...
Uno de los amigos se incorporé.
—¡Compórtate! Estás ante unas damas —gritó.
—Tú y tus damas...
Carlos lo cogió de la cintura.
—Ven. Toma —le dio el vaso de whisky—. Vente. No armes desmadre, por favor, Pablo, ven...
—Váyanse a la chingada ustedes y sus pinches damas decentes.
Los amigos se disculparon con las muchachas. Pablo giró sobre sus talones. Torpemente caminó arriba, hacia la puerta.

Cuando calienta el sol
aquí en la playa...

El eco del mar zumbaba. Todo el mar parecía estar dentro de una caracola. La arena brillaba tenuemente por aquí y por allá. Pablo caminaba, las olas que se desvanecían mojaban sus pies. Silvia, el burdel, Acapulco, la zona, el burdel, Silvia. Los días ahí. Sus amigos eran unos malditos y sus viejas unas pinches viejas apretadas: ay, no puedo, estoy cansada. Vieja payasa. Carmela, su novia, la quería mucho, dentro de cinco meses serían esposos, vendrían a pasar su luna de miel a Acapulco. Quién sabe. Podría ir a Europa. Los reflejos de la luna se extendían en el mar y el eco zumbaba levemente cuando las olas rompían. El vacío hacia el horizonte, sólo la oscuridad, el silencio roto por el murmullo de las olas. Se sentía mal. Lo que debía hacer era ir al hotel y dormir.

A Isela Vega.


-Parménides García Saldaña

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