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7 oct 2012

Cien llamadas al día - Sergio Osorio (México, 1981)

Dedicado a todos aquellos que saben lo que implica la reforma laboral 
y que han sufrido lo que hoy pretenden institucionalizar 
(25/08/2012)

Al menos cien llamadas por día; quince minutos de descanso para fumar o para atragantarse con algo y proseguir la tarea de chingar por teléfono sistemáticamente a posibles compradores de tarjetas de crédito. Sobre nosotros los capataces, que no ganaban mucho más ni eran más experimentados, pero que eran más serviles.

Éramos cientos de estudiantes como caballos en sus establos, algunos menores de edad, también había madres solteras y hombres maduros que ya no conseguían otro trabajo. Todos con un número asignado, sin nombre. Recuerdo que fui el 564.

La labor era sencilla: nos proporcionaban bases de datos provenientes de compañías de servicios como tv por cable. Bases muy quemadas, como solíamos llamarles, pues cada cliente había recibido cientos de llamadas y era prácticamente imposible venderles algo; en su mayoría nos contestaban con insultos y amenazas, pero con el tiempo nos recubríamos de una coraza de indiferencia y continuábamos con el siguiente número telefónico. Así todo el día, colgando y descolgando con la presión de la cuota diaria de solicitudes aprobadas que nos permitía seguir contratados.

El sueldo era bajo, con algunas compensaciones por productividad y puntualidad, sin embargo, nuestros días de descanso eran impredecibles y podían rolarse según las necesidades de la empresa; ¿cuál empresa?, nunca supimos en realidad para quién trabajábamos porque nuestros recibos pertenecían a otra distinta, y en esos recibos nuestro salario estaba reportado con el sueldo mínimo para pagar la cuota mínima al seguro social y lo mínimo al sistema de ahorro para el retiro.

Nuestros contratos eran trimestrales, lo que permitía a la empresa enganchadora, esa que nunca vimos, despedirnos cada tres meses y volvernos a contratar para no generar antigüedad y, en caso de necesitar nuestra renuncia, evitar una liquidación. Claro que para evitarnos la fatiga de elaborar una carta de renuncia, al momento de contratarnos nos daban una ya redactada que debíamos de firmar sin poner fecha.

Cien llamadas al día; seis horas de trabajo menos los quince minutos de descanso, para conseguir esas cinco solicitudes aprobadas; el monitoreo permanente de los capataces para estar seguros de la insistencia de cada operador con las pobres gentes que ya no sabían cómo mandarnos al carajo; el centelleo de una luz que indicaba que llevábamos más de treinta segundos sin llamada.

A los pocos meses llegaba el cansancio y el hartazgo, entonces era hora del cambio de telemarketing y de provocar el despido. 

Nuevo trabajo idéntico al anterior, reconocer antiguos compañeros de otros sitios; las mismas reglas con mayor o menor rigor. 

Cien llamadas al día, bases quemadas, mentadas de madre, quince minutos para un cigarro, cinco tarjetas por día, hartazgo y despido. 

Sergio Osorio 

30 sept 2012

Quédate un rato más - Omar Livano (Perú, 1987)

 ¿Sabes qué es lo que te falta? Te falta lo que hace 
hombre a un hombre: saber resignarse. 
Heinrich Boll – Opiniones de un Payaso. 

Para ser sincero, es el único libro que conservo. Todavía tiene su aroma. Han pasado 2 años, y el olor sigue latente. Arde, pica y regresa. Persiste, se detiene en la portada. El interior lo tuve que rociar con naftalina, para que la polilla no se adelante. Para que no lo devoren. Pero su aroma es más fuerte, más duradero. Se impone. 

Por si acaso, sólo lo abro de vez en cuando. Es más, no le he dado una hojeada desde hace dos meses. Y cuando lo hice —hace unos días— el olorcito todavía estaba ahí. No lo tengo muy claro pero me parece que todavía huele a ella. Sí, estoy casi seguro. Es su perfume, el de los viernes. El de los sábados es otro, es más sexy, más provocador. Nada que ver con el de los martes, ese era de otros aires. Demasiado lujo para está Lima apestosa. Éste es el de lo viernes. El más discreto, el más instintivo, el que —en aquel tiempo— se trenzaba con nuestros cuerpos. 

Era viernes y caía el sol desde la campana de la catedral. Yo esperaba a que saliese de estudiar, lo recuerdo bien y por si fuera poco, debía esperar parado. Alguien debe darse cuenta de que todavía queda gente enamorada que espera. Los enamorados siempre esperamos. Esperamos respuestas todos los días. Esperamos que nos quieran más. Esperamos a que nos terminen para tener una excusa y luego sentirnos mal. En fin, esperamos y nadie se da cuenta de eso. A nadie se le ocurrió que podía hacer falta una banca, un murito o una piedra. No. No hay espacios para los enamorados en Lima, ni en ninguna otra parte del mundo. 

No le podía reclamar nada, porque hacerlo significaba perder todavía más tiempo; además no demoraba demasiado, sólo lo necesario para llenarme de angustia. Se tomaba sus buenos minutos para retocarse —supongo— y aparecía radiante, tranquila. “Tac, tac” sonaban sus botas contra la acera. Me apachurraba con un abrazo y luego a caminar. “Acompáñame, tengo a comprar un libro. Es para una tarea”. Caminamos hasta Jirón Quilca y en el trayecto una mujer vendía frunas, arrastrando a su hijo, igualito a ella. Innegable. Como si nunca hubiera tenido padre, como si el único rostro que pudiera heredar fuera el de ella. Una de las frunas terminó en mis bolsillos y luego la mirada de la mujer acercándose, su ojos legañosos y sus manos cochinas deteniéndome, pidiéndome un sol. Pagué. Ella me calmaba porque sabía que esas cosas me aturdían, me volvían loco. “No hay derecho, todo el mundo cree que uno es su padrino”, le decía fastidiado. 

Esto era Quilca. Jirón de la cultura. Mercado negro de libros. Y nosotros caminando en el asfalto cuarteado, mientras el sol se esconde en las playas de Miraflores. Se esconde lejos de nosotros y nosotros caminando con recelo como si también nos escondiéramos de algo, o de alguien. “Heeeeeyyyy yuuuuu don maiki pan” Suena su celular. Rington de los Beatles, no esperaba menos de ella. “!Alo!, sí mamá. Sí, estoy en la universidad. Sí. Sólo una clase más y regresó. ¿Salir?, ¿a dónde?. No, mamá, por favor. Sólo espérame una hora más y estoy de vuelta. ¿Sí? ¿Por favor? Listo, gracias. Sí, sólo una hora y terminan mis clases. Ok, bye.” 

Sabía que la pregunta estaba de más así que decidí mirar a otra parte para no incomodar. Las pintas malosas de los anarcos, la gente caminando, preguntando por los mismos autores de siempre: Bukowski, Kerouac, Baudalaire. Trato de mirarlos, de estudiarlos, pero la misma actitud me agobia, me cansa. Sus gustos se atoran en lo de siempre, en la limitación, en la desesperación por sentirse distintos. Mis ojos se mantienen a flote, pero lejos de ella. Sin embargo, nuestros dedos se mezclan y parece que no nos hemos dado cuenta. La he tomado de la mano desde hace cinco cuadras y no me ha dicho nada. No se ha quejado, ni se ha soltado. Es un buen síntoma. Avanzamos. De repente siento que puede ser el momento de jugar. “¿A ver si me lo permites y no retiras la mano?”, pienso. La yema de mi pulgar dibuja circunferencias en su palma. Níveas, tembleques, suaves, chiquitas. No quiero voltear, porque a lo mejor ni cuenta se ha dado, y es mejor aprovechar. Esto no sucede todos los días. No en público. 

Ya, ahora sí, la tengo bien agarrada y no se me escapa. Regreso la mirada y me encuentro con sus ojos. ¡Hazlo, no lo pienses! ¡Que todo el mundo lo sepa! Voy, pero Plofffff, se acabó. Desata sus dedos de los míos y se mete rauda a una de las librerías. “Lo vi desde lejos, disculpa”. En ese momento, lo más honroso que pude hacer fue seguirla, entrar a la librería con la resignación detrás de mí. 

 “Opiniones de un payaso, Heinrich Boll, no te voy a comentar más del libro, será mejor que lo leas.” Pedirle a alguien leer, cuando desfallece por un beso, debería ser un delito. Te baja las revoluciones. Te hace odiar la literatura más que nunca. Costaba diez soles, y sólo tenía cinco, como me miró de una manera tan inofensiva creí que me los pediría prestado. “Lo compramos a medias y lo compartimos”. “Yo, para qué quiero un libro”, pensé. Pero ya estaba decidido. Ella sabía que era la que decidía todo sobre los dos así que Pagamos, lo metió en su bolso y salimos callados de la librería. Tampoco comenté nada después. Caminamos. Estaba resignado y metí mis manos en los bolsillos para esconder la tristeza. Salimos de Quilca. Me miró recogiendo su cabello en un moño y con el hablar pausado me dijo que era mejor apurarnos. 

*** 

Nuestros cuerpos se electrizaron, sudamos y me vine dentro de ella. Los hicimos dos veces, con un intervalo de 10 minutos. En la primera empezamos bien, y de un momento a otro, los alaridos de la mujer del cuarto continuo nos desconcentraron. “Grita como loca, como si la estuvieran matando. Qué miedo”. Al final terminamos sin gracia. La segunda, fue más una revancha. Pero hubo algo especial. Algo no habitual: Me tomaba las manos, me las escurría. Apretaba mis dedos contra los suyos y sentía clarísimo como temblaba. Como si estuviera atada y quisiera desatarse como sea. “Nunca lo habíamos hecho así, estuvo muy bueno”. 

 Tendidos y mirando hacia arriba, el espejo. Nuestros cuerpos pegados en el techo. El penoso reflejo de nuestra complicidad. “Cuando termine de leerlo te lo doy”. “Qué cosa”. Juro que pensaba en todo, menos en eso. “El libro, pues. El de Boll”. “Ah bueno, gracias”. Por un momento busqué su mano, pero desistí. Supuse que era un error. Estaba acostumbrado a sus desplantes, y sin embargo seguía jodido. Perturbado. Una araña caminaba por el vértice de la habitación. Llegaba sigilosa hasta un rincón y comenzaba a descender, sin duda estaba decidida a llegar a alguna parte. Lo más seguro es que desconociese su paradero final, pero nada la detendría. Desgraciadamente antes de llegar, el hilo de donde pendía se quebró. Cayó y se ocultó despavorida. “¿Y no has pensado en lo que te dije la vez pasada?”. Me mira de soslayo y se ríe, pero su risa no esconde cinismo. Son nervios, se nota. “¿Estás seguro de que pueda funcionar?”. “¿Si funciona aquí dentro, por qué no puede funcionar afuera?”. 

Afuera las cosas cambian. No se solucionan con besos y fluidos. Ahí, hace falta más que huevos. No sé qué será, pero hace falta eso que, evidentemente, no tengo: ¿valor, madurez, dinero…? Como siempre —aunque su respuesta terminó siendo el silencio— asentí. No la pasábamos tan mal, después de todo. Pero claro, quería algo mejor. Algo más próximo y certero para los dos. Algo más estable y serio. “Qué más da, inténtalo de nuevo”, me dije, “qué pierdes”. Si hace rato me tomaba las manos de esa manera será por algo, supongo.

“Con un beso, eso es”, pienso. Un beso de los buenos, con amor. Con eso se dará cuenta inmediatamente. Verá que la amo, y que no es tan imposible después de todo. Estoy mentalizado (serio), y aunque me acobardo al principio, por fin decido que es el momento cuando siento su mirada intangible cerciorándose de que aún permanezco a su lado. “Heeeeeyyyy yuuuuuu don maiki pan”. “!Alo, mami¡ Sí, ya estoy saliendo”. Se pone de pie, se acomoda el brasier, busca su ropa interior debajo de la cama. “Sí, mami, ya terminaron mis clases, espérame un ratito.” No voltea siquiera a mirarme. Pienso en tomarla por los brazos, hundirme en la cama con ella, por qué no hacerlo, ¿por qué no? “Dale su biberón, nada más. Cuando llegue lactará”. Sostiene el celular ayudada por su hombro derecho, lozano, blanco. Se acomoda las botas. “A ver pásame con él. Hola Sebas, hijito. Ya voy para la casa, espérame ¿sí?”. Me vi a través del espejo tendido, frágil y más tonto que antes, mientras ella estaba lista para salir del hostal. “Me tengo que adelantar”. “¿Estás segura?”, le dije “quédate un rato más”. Me miró de reojo. “Luego te llamo para lo del libro, no te preocupes. Bye”.

Omar Livano

17 jul 2012

Ad infinitum - William J. Camacho (Bolivia, 1973)

Por qué”, decía siempre que le indicaban cómo vivir. “Porque Él así lo ha escrito”, le contestaban invariablemente. Entonces, adquirió conciencia del poder de las palabras. Aprendió a leer y escribir mucho antes que los demás niños de su edad, y cuando le tocó hacerse hombre, prefirió no hacer el amor, pues estaba convencido de que escribirlo era más placentero. Como cualquier otro joven, gran parte de sus pensamientos convergían en el sexo, pero a diferencia del resto, tenía una actividad sexual incesante, asombrosa. Prueba de ello son los ciento veintitrés tomos que, durante muchos años, produjo escribiendo el amor.

Cuando decidió que era tiempo de casarse, escribió una mujer y, luego, sus hijos. De esa manera, escribió una familia feliz, perfecta; pero una brisa inoportuna vino a malograr su plenitud, llevándose con sus brazos de aire varias páginas de su vida. No podía volver a escribirlas, nunca podría hacerlo de manera idéntica, jamás podría recuperar a la familia que había creado.

Escribió el dolor y la ira; después, borró todo lo que había escrito y descubrió que la soledad era una página en blanco. Decidió, entonces, escribir un reino y se escribió rey. Escribió vasallos, bufones, cortesanos y un harem. Por mero aburrimiento, escribió otro reino y otro rey para poder escribir la ambición, la crueldad y la guerra. Lógicamente, escribió su victoria.

Ya viejo, cansado de su reino, escribió un universo, y de ése, se escribió Dios. Con pulso tembloroso, escribió galaxias, constelaciones y planetas. No le quedaba mucha vida, por eso decidió escribir su inmortalidad, encargándosela a los seres escritos de un planeta que también escribió y nombró Tierra. Ellos, acatando su voluntad, lo escribieron inmortal; entonces, adquirieron conciencia del poder de las palabras...

 William J. Camacho

12 jul 2012

150 de mortadela (Fragmento) - Hernán Casciari (Argentina, 1971)

II. 
Los dos tendrían que morirse tarde o temprano. Primero uno y después el otro, o a la vez (por ejemplo en un accidente de avión). Los dos tenían un pasado que contarse y que comprender sin imágenes, sólo a través de palabras y de sobreentendidos. Ambos deberían construir un futuro ingobernable. Y presentarse a sus mundos. Y quedar con amigos a cenar. Y hablarse por teléfono desde el trabajo, para combinar en qué esquina, a qué hora, y qué película. Uno de los dos se cansaría primero, uno de los dos mentiría primero, uno de los dos caería en la tentación antes que el otro. Alguien sería el primero en levantar la voz. Alguno se enojaría por primera vez y alguien, antes o después, encontraría más defectos que virtudes en su pareja. Fue por esto, y no por incompatibilidad de caracteres, que no se llamaron después del fin de semana.

V. 
Cada vez que Nuno Gonzáles se tiraba pedos nocturnos, a la mañana siguiente moría una jovencita virgen del pueblo. Como Vinhais eran veinte casas, y muy pocas las mozas casaderas, el alcalde le tenía prohibidísimo a Nuno cenar picante, con legumbre, con alubia roja, o beber agua con bicarbonato. Y aunque a Nuno Gonzales le preocupaba mucho mantener equilibrada la demografía de Vinhais, tenía debilidad por los huevos rellenos de atún y mayonesa. Los compraba clandestinos en una aldea vecina, los llevaba a su casa escondidos en las botas, los devoraba de a seis, con culpa, a la madrugada se tiraba unos pedos estridentes en la cama y después metía la cabeza debajo de la cobija para olerlos. Por la mañana se vestía de negro riguroso y era el primero en llegar al funeral de la jovencita muerta del día. Lo hacía silbando un foxtrot, para despistar a las autoridades. 

VIII. 
Un perro puede estar rengo, ronco, ciego, hambriento, descaderado, sordo, encandilado, roto, puede sacar la lengua porque está cansado e inventarse otra para lamerse; puede ser un hotel lleno de parásitos, puede llorar, aullar, desconsolarse, saberse animal y doméstico, puede no tener dios a su perruna imagen y semejanza, ni virgen maría; ni saber la hora, ni saber el año, ni saber si el frío está afuera o en sus huesos, ni saber si aquello que lo pateó es el diablo; puede entender catorce palabras de hombre, y entender que un año para él son siete años y que la muerte llega así más pronto; un perro puede estar mal, horriblemente mal, a punto de morirse, pero igual —si lo llamás con ganas— agarra y viene y te arma fiesta y te mueve la cola y se te queda al lado, por las dudas de que vos estés más triste.

 Hernán Casciari

4 jul 2012

El encuentro - Juan José Arreola (México, 1918 - 2001)

Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito.

Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zigzag. Pero una vez en la meta corrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiado proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora.

De vez en cuando, una pareja se aparta de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el laberinto. No pueden vivir separados. Esta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar.

Juan José Arreola

26 jun 2012

Agua Roja - Sebastián Guerra (México, 198?)

"I want to fuck you like an animal"
Nine Inch Nails - Closer 

a los Stars, a manera de homenaje

Cuando se enteró para qué estaba ahí, una náusea tremenda le asoló las entrañas. Su rostro embadurnado de maquillaje –que la señora Soledad le había untado con cariño hipócrita– se contrajo en una mueca de asco y miedo. Detrás de las cortinas de terciopelo rojo, el escenario estaba listo: las luces, hirientes, coloreaban el humo que las bocas de la clientela exhalaban a causa de la combustión de cigarrillos; del otro lado, aquel que sería su compañero jadeaba en espera del encuentro.

Era la primera vez que utilizaba el uniforme escolar y lo hacía como un mero trámite. Sabía que de un momento a otro sería despojada de esa ridícula falda a cuadros y de aquella camisa blanca que dejaba ver sus incipientes senos. Recién comenzaba a tranquilizarse, cuando una voz estridente anunciaba el espectáculo principal de la noche. Los aplausos sonaron en la pequeña sala y de improvisto se vio ante un público sediento de su desnudez. El hombre del vozarrón fue desvistiéndola, mientras los falos de la concurrencia comenzaron a brotar de los cierres. Confundida, sintió deseos de echarse a llorar, pero no lo había pensado cuando detrás de la cortina salió su amante.

Un éxtasis prodigioso cernió al recinto. En el escenario, era poseída con un hambre animal. Con brutales embestidas, el miembro del semental iba abriéndose paso en su vagina antes intacta, las garras como manos que apretujaban sus costillas, las babas le caían en su espalda procedentes del bestial hocico. Antes, su llanto conmovía, hoy sólo parecía condenarla más; llorar era lo que todos querían que hiciera.

Con un aullido terminó todo, la bestia regó su semen dentro del orificio, y su vagina terminó por vomitar aquel líquido. Los espectadores, con la lejanía que da el placer, eran ajenos a lo que delante de ellos sucedía. El presentador llevó al pastor alemán detrás de las cortinas, se acercó a uno de los asistentes y dijo:

–Listo, señores, espero que lo hayan disfrutado, siempre es un placer trabajar para ustedes.

Entonces el hombre de entre su cartera sacó un fajo de billetes y se lo entregó al anfitrión, mientras el escenario quedaba listo para la función siguiente.

Sebastián Guerra

23 jun 2012

Datsun 510 - Marisol Jiménez (México, 1989)

Los escalones que conducían al departamento estaban encharcados. Melisa los bajaba nerviosamente con sus zapatillas negras, los labios rojos también bajaban, los ojos bajaban pero a veces me veían, rebotaban a cada escalón. Llegamos a aquella reunión de preparatoria. El salón de fiestas estaba iluminadísimo y perfumado más por las colonias que por las flores. Melisa estaba hermosa a pesar de que compramos su ropa en la paca. Nuestros amigos ricos se percataron de que mi traje me quedaba un poco holgado pero no hicieron ninguna broma, o al menos no las oí. Al final bailamos y bebimos cocteles que Melisa y yo habíamos dejado de tomar hace algunos años. Tomamos algunos bocadillos y botellas semivacías mientras nuestros amigos partían con sus abrigos, autos y colecciones finas. Al final del festejo, Melisa y yo partimos hacia la ciudad en nuestro Datsun. Durante el trayecto reíamos al acordarnos de los borrachos indeseados pero con billetes hasta en los ojos que por alguna extraña razón habían llegado ahí. Un viejillo bailó con Melisa y Melisa se carcajeaba cada vez que le hablaba de cerca. Yo no me puse celoso porque la conozco bien pero ya en el auto le pregunté qué le había dicho aquel viejillo a lo que ella me respondió “¿Tú qué crees?… me dijo lo mismo que a todas las demás, me invitó a bailar como a todas la demás, me dijo que quería ir a las estrellas conmigo como a todas las demás, que iríamos al boliche, que era un hombre comprometido…” Yo nunca le he dicho cosas semejantes a Melisa, pensé. “Hasta me propuso matrimonio…” ¿Cómo a todas las demás?, pregunté. “Quizá, pero las demás no aceptaron, sólo yo”. Y enseguida me mostró un anillo ostentoso. Me asombré de ver semejante monstruo valioso en el pequeño dedo de Melisa “¿Así de simple?” Dije un poco furioso.. “Vamos Rogelio, no creerás que he aceptado, se lo robé” dijo con voz maliciosa “lo venderemos y compraremos carne de ternera y quizá un buen vino” Yo carcajeé aliviado y besé a Melisa mientras se observaba el anillo. Melisa puso el radio y sonaba B. J. Colin: en esta tierra de vientos suaves y apacibles, nadie se despide nunca. En esta tierra suave nada de corazones rotos, aquí sólo se rompen almejas e hicimos la mayoría de las cosas que habíamos planeado en el auto, sonrientes y con la carne entre los dientes.

Marisol Jiménez

21 jun 2012

Tamara - Roberto Bermúdez (Perú, 1987)

Tamara es un travesti de 19 años que camina por Lima ofreciendo su cuerpo en los alrededores de la plaza Dos de Mayo. Acaba de contraer tuberculosis y sabe que morirá pronto. Llegó desde Jaén durante el gobierno de Alan García y jura que el estado nunca ha hecho nada por ella. Su vida han sido las calles, las caricias furtivas de un empedernido solitario, los pasajes ocultos donde no llegan los perros policías. No tiene D.N.I y ese ha sido el motivo por el que no han podido abrirle un historial en la posta médica de su jurisdicción. La soledad se ha apoderado de su esquina, pero pasará pronto; Tamara sabe que vendrá otro cuerpo a remplazarla. Y entonces, poco a poco se hablará menos de ella. Dirán que fumaba mucho y que los zapatos que usaba le dejaban unos juanetes enormes. Y su dolor se irá de boca en boca hasta estrellarse con la noche, lejos, convertido en una bocanada de olvido. Yo la he visto, sentada en una banca, otra vez sola, mirando hacia el parque universitario, y me ha dicho que su sueño es conocer el Cusco. Pero en las tardes, con el sol de marzo han llegado los vómitos, los dolores insoportables y la fiebre. Por eso, hace dos noches que no ha asomado su delgada figura por la calle donde trabaja y basta observar el rostro de sus compañeras para saber lo que sucede; Tamara no volverá, la lluvia ahuyentará sus pasos, sus ojos pintados ya no relucirán bajo la luz de un aviso luminoso. Pero está bien Tamara, no más ese dolor en las piernas, ni las angustias en las comisarias donde se aprovechaban de ti, adiós al viento helado de la madrugada. Hoy no ha venido a pararse nadie en la esquina. Su nombre está garabateado en el muro donde recostaba su blue jeans. Es como si en esa calle le hubieran declarado la guerra a la muerte.

Roberto Bermúdez

20 jun 2012

Noche abiertarriba - Pablo Gálvez (México, 1985)

Noche abierta
            r
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El amante y el marido se hacen a la mar. Nadie, ninguno sabe cuál es quién. Van muy ebrios. Es muy de noche. Apenas pueden remar. ¿Quién es cuál? ¿A dónde irán a dar? ¿Pretenden... hacerse amigos por compartir mujer? En la isla lo que sobra es eso. Sólo hay cinco hombres. Tres son homosexuales y copulan conjuntamente, no entre sí. De las mil mujeres que hay ninguna se ha dignado a hacer un censo. Y ellos, ambos, se disputan el amor de una. Pero ya no riñen. Y ella es fea. Desde hace días, beben juntos. Y es gorda y mentirosa. Los dos se hacen a la mar: el marido y el amante. Y van ebrios y cantando al honor de su mujer.

Se han olvidado la red. Querían atrapar miles de peces. A falta de una –buena– mujer, toneladas de sardinas o atunes bagres. Más ligero cargamento que aquella esposa infiel. El motor no ronronea porque no existe. Los remos, primero uno y luego el otro, se alejan flotando mar adentro. Como zapatos yéndose noche arriba. El botecillo queda varado a la deriva. Hiede a alcohol, a hombre que no está solo, a algo que es todo menos único.

Quedan las cañas. Sí, pero no hay señuelo. Los tiburones son buena carnada. Para el ron, para la amistad fundamentada en razones de odio. Los dos piensan lo mismo. Ambos son el mismo. Se abrazan. El hombre engañado. Lloran.
Des-
       pechados,
           corazonados,
                   coyuntados.
Y no hay más que hacer. La última gota de licor. La primera de sangre. En la marea, una lágrima – ¿de quién? – se hace una ola. Embiste la embarcación – ¿y cuál? –. Un bramido bajo el agua. Y a flotar. Contra los leviatanes. La noche se abre. No de piernas. Ni de brazos. Se cierra de frente y de boca. Sube. Con la marea, los dos. Abrazados. Como un matrimonio de tres. Cantando a las cañas que… no; sin carnada picarán. Y que se hunden lejos, bien bien lejos, de la mar.

Pablo Aftab Gálvez